Por
una burla fatídica del destino he terminado viviendo entre conventos, yo que
siempre soñé con una cabaña en el bosque lejos de todo lo terrenal… y lo divino.
Aunque, y todo hay que decirlo, me consuela pensar, que no saber (los matices
de certeza en estos tiempos lo son todo) que algún día tendré el mío propio. Yo
que pago religiosamente las mensualidades marcadas por la tiránica entidad
bancaria que me concedió la hipoteca, aún cuando hay meses que se eternizan en
el calendario, y a pesar de que los conventos de ahora no son los de antes.
Lejos quedan esos gruesos muros que te cobijaban del frío y te refrescaban del
calor, que hacían las veces tanto de escudos, como de sepulcros. Las paredes
hoy son de cartón piedra, pero la pagamos a precio de oro, cortesía de una
burbuja inmobiliaria que se dice estalló en las narices de quienes ni saben, ni
tienen. Ahora aguantamos estoicamente la calor asfixiante de agosto, la humedad
y el frío que rezuma llegado el invierno; y sobre todo, no menospreciando
las inclemencias de la climatología, llevamos a cuesta la cruz que suponen los
cantares vecinales, ese ruido indecoroso de la cisterna, y tantos otros sonidos
fatales para la supuesta calma monacal. ¡¡¡Ainss, Santa Madonna!!! A lo que hemos
llegado…
Pero
a lo que vamos, la vida entre conventos a veces se inunda de una aparejada y
manida soledad, otras tantas se llenan de conspiraciones e intrigas, más propia
de otras instituciones con más realengo que de un simple convento, pero créanme
que haberlas, haylas.
Por
todo ello, por esa necesidad imperiosa de compartir clausuras y trovas bajo la
ducha, por romper el silencio que se torna pesado cuando resulta impuesto,
porque MI convento aunque no lo crean, es y será NUESTRO.
Hoy
abro una ventana al mundo, para que se aireen las calinas, las venturas y
desventuras de quien por naturaleza es fiel sirviente, que no sirvienta;
esperando de aquél todo lo que el género humano dé de sí.
Siempre vuestra,
La Abadesa.