Hubo un tiempo en el que mis miedos, los que sufría, aquellos que me quitaban el sueño, cabían en una mano. Eran miedos lógicos de una neófita, miedos que podían explicarse, miedos naturales que en ningún momento limitaban mi capacidad, sino que provocaban en mí ciertas angustias normales e inherentes a las circunstancias que me envolvían. No fueron en ningún momento miedos patológicos ni insuperables, de hecho he viajado en avión tantas veces como me ha sido posible, siempre he preferido los palcos para disfrutar la cultura desde la mejor de las perspectivas y el lugar del mundo que más me relaja es la playa, pese a tsunamis y demás fenómenos…hídricos. He sabido enfrentarme a ellos y aunque no los venciera supe aliarme para poder hacer y deshacer a mi antojo. Ya ven mis miedos siempre fueron más que terrenales, mundanos, miedos de novicia pueblerina.
Pero hoy la cosa es bien distinta. Hoy sufro tanto y por cosas tan dispares, que se mezclan los miedos con las angustias y éstas con la vergüenza. Aquellos temores fútiles, aquellos desasosiegos triviales, lejos quedan de los vértigos de hoy, de las incertidumbres diarias, de no saber y ser tan consciente de ello…
No deberíamos tener miedo a reconocerlo, lo que debiéramos temer es no saber imponernos a nuestras apetencias.
Siempre tuve claro que sería madre, en el sentido más amplio de la palabra siempre lo fui, desde que tengo uso de razón y por cuestiones de la vida que no es menester descubrir creo que lo vengo siendo desde… ¿siempre? No sé.
Lo que no tuve tan claro es que terminara siendo Reverenda. Y más, una reverenda sin fe. Y he aquí otra divergencia, ser Reverenda Madre sin fe no da miedo, no, da PÁNICO.
Y da pánico porque la fe que envuelve a los creyentes los hace fuertes y valientes, mientras nosotros avanzamos débiles por el camino de la objetividad y la razón. Nuestros miedos son reales, tangibles y sanos. Si, sí, sanos. El miedo bien entendido posibilita responder con mayor rapidez y eficacia ante las adversidades, pero aquellos que gastan fe tal vez no necesiten más que la esperanza.
“La fe mueve montaña”, oía decir a mi abuela cuando no era más que una chispoleta y ni sabía ni entendía. Hoy no sé qué pesa más en mi convento, la carencia de aquella y por tanto la desprotección sabida, el deseo de querer a sabiendas de que no hay un más allá y que el “más pa ´cá” cuando menos provoca desasosiego, o el miedo a que aquello que nunca has tenido aún cuando se te presupone, como al soldado el valor, se vea manipulado por seres inhumanos, sanguinarios monstruos barbilampiños que ignoran que tras la sangre que derraman no hay recompensa alguna, y pese a ello se embarcan en un viaje sin retorno arrastrando a tantos inocentes con ganas de vivir…
Bajo mis hábitos escondo miedos, muchos miedos que me dejan al descubierto, que muestran mi talón de Aquiles, y aquí entre nosotros, no tengo un solo talón, tengo dos por los que caer rendida.
Siempre vuestra,
La Abadesa.