Hubo un anciano de pelo blanco que decidió  iniciarme en el complejo mundo del ajedrez no calculando que el tiempo que le restaba no era suficiente para enseñarme a jugar. Así él se marchó dejándome sola ante el tablero, con una única lección en el bolsillo, el movimiento de las piezas. No pudo enseñarme estrategias ni tácticas…

Cuando juego al ajedrez juego con la libertad de quién nada teme porque nada sabe. En cada movimiento soy libre de elegir entre varias posibilidades, asumiendo que cada uno me traerá una serie de consecuencias, la mayoría de las veces pérdidas irreversibles por no tener sangre fría y atender a los impulsos más primitivos. Pero me he propuesto aprender a jugar. He descubierto que la necesidad delimita la libre elección, entendiendo que el final del juego no aparece como fruto del azar sino como el resultado de leyes estrictas. Y he emprendido el vuelo.

Como es bueno conocer las limitaciones de cada uno, y yo tengo bastantes, he buscado un maestro que me ilustre en este juego milenario, que me revele la relación entre libertad y conocimiento. Así él me insiste en que haga coincidir mis decisiones con la naturaleza del juego, que valore las posibilidades que implica. No es tarea fácil, aunque me esfuerzo.

“Quien controla el centro, domina la partida”, me dice, pero yo sigo estancada con mis peones doblados y mi caballería clavada, si es que él no me las ha comido todavía, porque aquí entre nosotros, le encantan estas figuras. Yo, que reconozco mi torpeza ante el tablero, imagino que el salto de los equinos atiende al instinto. Él, para evitar tentaciones, me lo arrebata al primer descuido, recordándome lo importante que es no dejarse llevar y pensar con calma. Supongo que dada su debilidad por el animal, y puesto que es una de las aperturas más antiguas, pronto me mostrará la defensa de los dos caballos. Justo cuando considere que estoy preparada para soportar las embestidas del ataque Fegatello sin sufrir daño alguno, cuando domine la defensa.

Mientras mi maestro, paciente, me repite jugadas que afiancen el aprendizaje, yo fantaseo con las piezas y les creo un mundo paralelo, otorgándoles una vida más allá de las casillas. Así, me gusta pensar en la marcha axial de la torre, en la fortaleza que se le presupone, tan lógica, tan viril…y me emociono cuando le presta su hombro al rey de manera tan noble, me gusta el enroque. Sin embargo mi pieza favorita, la que me hechiza, y permítanme la licencia dada mi condición religiosa, es el alfil. Una pareja que pasea en diagonal, cada una por su color, sin entorpecerse, compartiendo el trabajo juntas, complementarias. Dos alfiles son poderosos en la partida, uno sólo queda cojo.

“Nunca aceptaría un gambito de dama”, le digo al maestro. Él fija su mirada en la mía y me dice que nunca es mucho tiempo, tal vez demasiado, y que no se puede ser tan radical. Yo que soy una aprendiz rebelde, le insisto, y le repito, “no aceptaría un gambito de dama”. Y verdaderamente no lo haría. Primero porque no es un gambito como tal, es una trampa, una apertura cerrada que la llaman. Y segundo porque las reinas me producen alergia.

No hay pieza que recorra el tablero de manera más soberbia, más altiva. Consciente de su poderío, sabedora de que es la dueña y señora del juego, manipula a su antojo con tal de conseguir el objetivo marcado. Enfundada en ébano o marfil, la reina dirige y ejecuta en la partida. Yo prefiero jugar sin ella.
Aquel que me instruye me aconseja que aprenda a jugar con dama, me explica su importancia. Pero yo soy de grandes retos, no sé ser de a poco, y puesto que lo mejor suele ser lo más difícil, sigo en mis treces y prescindo de su majestad.

Para ser justos, hay que diferenciar entre las reinas que defienden a su rey y juegan bonito, de las que se empeñan en poner el tablero patas arriba atacando sin piedad, ensuciando la partida.

El ajedrez como la vida, está escrito en blanco y negro, existiendo figuras valiosas que deciden atacar o defender, avanzar o retroceder. Pero no olvidemos que ambos tienen su base en aquellas piezas que van de frente, siempre adelante. La que pudiendo ser lo que quiera, una vez alcanzada la meta, escoge seguir siendo peón, perfectamente capaz del JAQUE MATE.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

¿Cómo castigar a quien no puede ser castigado? ¿De quién es la culpa cuando el culpable, consciente o no de sus errores, no va a ser culpado?

Éste dilema, tan antiguo como la vida misma, ha sido resuelto a lo largo de la historia con la creación de instituciones que de modo riguroso y oficial, han canalizado esa culpa buscando quién se responsabilizara de ella, o dicho de otro modo, quien recibiría los azotes en nombre de los todopoderosos.

En el argot más actual, me refiero a los llamados chivos expiatorios, traducido a todas las lenguas y algunas más, yo prefiero hablar del “niño de los azotes”, va más con mi condición de Reverenda Madre.

En las monarquías de los s. XV y XVI se partía de la base del divino derecho de los reyes, por el cual se entendía que el monarca era designado por Dios, y ante la imposibilidad de los tutores y mentores de los príncipes de castigar a éstos por dicho derecho, sólo el Rey podía hacerlo y rara vez se encontraba con los hijos, ni en estos menesteres ni en otros. Así ingleses y alemanes implementaron una astuta manera de educar a los vástagos de la divina gracia, “los niños de los azotes”.

A cada hijo de rey se le asignaba desde su nacimiento un “niño de azote”, que sería su compañero de juego, su confidente, su amigo, y quien recibiría los castigos que no podían impartírsele. Así pues, aún cuando gozaban de un alto status en el reino y pese a ser criado junto al futuro rey, quien cargaba con las culpas del díscolo príncipe, y los correspondientes castigos era el joven elegido para tal fin.

A día de hoy esos príncipes siguen vivitos y coleando, miren a su alrededor, en todas y cada unas de las instituciones, incluidos organismos oficiales y oficiosos, delegaciones de todas clases, sectores públicos y privados. Y la institución de la somanta consolidada, tanto es así que aquellos niños ya son adultos y sus posaderas se han encallado de tanto flagelo.

Moraleja, siempre habrá quien cargue con las culpas y errores de los poderosos, voluntarios consentidores, o elegidos al azar. Siempre hay quien recoja sombras para que otro brille, si no con luz propia, “enchufado”, que las eléctricas tienen para todos.

Pero oigan bien a esta instruida abadesa que de esto algo sabe y para sí guarda si participa y en qué papel; las durezas del glúteo se vuelven contra sí, se rebelan, y el niño que ha recibido adiestramiento militar en su más alto grado, el que ha sido escudo real, se torna espada… o pluma. Aquel que además de juguetear con el príncipe ha servido de juguete ya conoce bien las reglas del juego, y puede en cualquier momento empezar a jugar sólo. Porque el “niño de los azotes”, el que ha sido magistralmente educado, el que ha permanecido siendo tiniebla, el que ha prestado constantemente su culo, a día de hoy está preparado para patear el de cualquiera, incluyendo el de quien lo es por gracia divina. Siga pues la institución, eso sí, rebelada.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

La loca de mi casa jamás ha leído un libro, no sabe leer. No sabe que es contemporánea de Rosa Montero, no creo siquiera que sepa quién es. La loca de mi casa nunca fue al colegio, no pudo aprender a escribir. No sabe de reglas de ortografía ni conoce la gramática más elemental y aún así ha publicado cuatro grandes novelas en una eterna editorial, la vida. Jamás me contó un cuento antes de dormir, y sin embargo siempre he tenido un nido de sueños en mi cabecero.

Posee un estilo fresco y desenfadado, en esto coincide con Rosa, aunque claro ella, mi loca, no lo sabe. Pero sabe enfrentar los problemas y los enredos de la vida cotidiana sin fatigarse y sin hacer concesiones ligeras, rozando con la punta de sus dedos fragmentos de una realidad miserable. Entonces, cuando esto sucede, ella solita sin necesidad de ayuda, embiste como una fiera de noble casta contra todo aquello que suponga una barrera que haga crecer la ilusión y la fantasía de sus creaciones, de sus “personajillos”.

La loca de mi casa huele a jazmín y a hierbabuena y hace tiempo que no usa mandil. Cambió los fogones por las agujas de hacer punto, la sal por lana fina. Así poco a poco, ha ido tejiendo sueños con sus gafas de cerca, esas que se pone para las tareas importantes. Y se pregunta si trenzarlos con punto bobo o punto inglés, que yo pensé que era lo mismo, perdonen mi atrevimiento. Y decide entonces hilar con un punto calado, para darle holgura a la imaginación y hacer que se sienta cómoda. Pese a todo sé que en el fondo tiene sueños a medio tejer, pero eso no lo dice.

La loca de mi casa no padece grandes delirios, no guarda fantasmas interiores que atormenten un alma desvalida. Ella sufre por los de carne y hueso. Al fin y al cabo éstos son los que te hacen abandonar la cordura, a veces por propia voluntad, otras sin pedir permiso. La razón y la justicia no siempre van de la mano, a menudo viajan en vagones separados y no hay más.

La loca de mi casa “juega” con prudencia y sensatez. Esto la ha mantenido siempre con juicio, y dado los tiempos que corren, no crean que es poco. Puede sentirse orgullosa de haber ganado todas sus partidas y seguir jugando, porque  mi loca no se rinde, mi loca lucha. Tal  vez esto no sea del todo mérito suyo, porque antes que ella hubo otra, con más escarcha en el pelo de la que ella, mi loca, tiene hoy. De aquella heredó la bravura y el tesón de toda una raza que espero, al menos, me hayan salpicado.

Hoy cuando cruzo la puerta de casa y encuentro a mi loca mirándome por encima de sus gafas, escuchando de fondo el sonido inconfundible de sus agujas, sonrío. No puedo dejar de admirar su enorme arrojo, su incapacidad para albergar cualquier tipo de odio, sus dotes de paciente maestra. Me siento a su lado mientras asumo lo afortunada que he sido al compartir mi vida con esta mujer de ojos pequeños y bondad infinita. De haber participado de sus miedos y sus logros, de sus males y sus dichas. Y deseo con toda la fuerza que la juventud me brinda que ese momento se detenga ahí, que se suspenda en el tiempo.

Quiero tanto a mi loca que a veces hasta me duele. Ella está por encima del bien y del mal, y no existe frontera que limite mi amor, no hay valla que yo no pueda saltar.  Soy capaz de recordar todas y cada una de sus arrugas, encantadores surcos que han marcado una vida de luces y sombras. Y podría dibujar de memoria su silueta en un plato de pan rallado mientras la escucho gritar que con la comida no se juega, y tiene razón. Ella siempre la tiene.

No me importa que no sepa qué libro leo y que no entienda los adagios a oscuras. Me da lo mismo que no le escandalice el nuevo “Estatut”, y que prefiera Las Carlotas a Serrat, aunque esto último, la verdad, lo entiendo menos. Lo mejor no siempre es perfecto, aunque ella es perfecta en su ignorancia.

Mi loca no conoce a Rosa Montero, eso ya lo he dicho antes. Pero yo que he tenido la gran suerte de leerla puedo susurrarle al oído: “mamá aunque republicana, yo siempre te trataré como a una reina”. Entonces mi madre con gesto extrañado me mira de reojo y me dice muy seria, “anda niña que estás más loca…”