¿Quién creyó que tenía que salvarte? ¿Qué gracia divina tenían que otorgarte a ti, que reunías todo el garbo que pudiera existir y el que estaba por hacerlo? Tú ya tenías un señor contigo, el tuyo, el que elegiste siendo niña y con el que te hiciste mujer. Fuiste una bendición como lo fueron los frutos nacidos de tu vientre, y no tuviste que rogar por nosotros, pecadores, porque no fuiste de las que ruegan, todo lo contrario.

Hoy pienso en ti de nuevo, como lo hago casi cada día. Y me llevan los demonios, si, si, los demonios, por haber guardado tantos “te quiero” en el bolsillo por vergüenza a hacerlos públicos, por temor a que la raza no me hubiera salpicado, por pensar que el raciocinio peleaba contra el sentimiento cuando no era esa la batalla que se estaba librando.
Te fuiste para no volver, lo sé. Y pese a mi condición de Abadesa, fíjate lo que te digo, o por ella misma, siento que hay algún lugar más allá de la fe en el que te veo reflejada. No hay abriles olvidados, se equivocó el argentino, no hay ninguno de los once que han pasado que no te haya escuchado decir “sa la leche que mamaste”, y haya sonreído para adentro.
Ahora somos más González, y como no podía ser de otro modo, más matriarcal que nunca, la genética ha entendido que la “x” no es ninguna incógnita para nosotras, y son siete las magníficas que han seguido la dinastía. Aunque también los hay del sexo débil, tan bienaventurados ellos, y tan queridos.
Te extraño, no sé si tanto como el sargento, que ahora está tratado con aguas gaditanas que parece le reconfortan, o tu pequeña, que se hizo toda una mujer al lado de Carlos y que juntos han formado una familia como las que a ti te gustan.
Pero la familia, la nuestra, no es lo mismo sin ti.

He leído que los ángeles son un concepto, una representación de lo intangible. La naturaleza, siempre caprichosa, no da las respuestas que buscamos, agarrándonos a un clavo ardiendo en medio de un mar de desconocimiento. Ángeles o demonios. Qué importa. Las palabras a veces son un reflejo de nuestra pedante ignorancia. Todos estamos hechos de búsquedas incesantes y encuentros innecesarios, algunos abriles marchitos.
Mientras hay salud, hay esperanza. El enfermo es más lúcido y sólo espera. El cuerpo es el único reino plausible del hombre mientras dios no frunza el ceño y simule estar de nuestro lado.

Pienso tanto en ti que he logrado traerte de vuelta sin tener que recorrer ese camino de cipreses que apuntan al cielo señalando el destino final de los más optimistas.
Para compartir contigo un minuto de recuerdos sin ausencias sólo tengo que soñarte y te sientas a los pies de mi cama. Velas mis noches e iluminas mis días, y doy gracias a que la raza haya tenido a bien rociarme de la bravura de toda una estirpe con alas para volar, cual pajarilla.
Hoy mientras escribo mentalmente estas letras que no sé dónde enviar, he aprendido que la eternidad no es un lugar, ni un estado, ni siquiera un sentimiento. La eternidad es un ángel con nombre de mujer, y soy afortunada de llevar conmigo mis GRACIAS allá donde vaya.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

Para Jorge, mi pequeño principito

Cuando apareció la primera palabra estaba sola y no sabía qué hacer ni cómo. Quería tener amigas, conocer mundo, pero sólo existía en la mente de alguien.
De tanto desearlo saltó de la cabeza a la boca y así salió a la superficie. Una vez fuera conoció a otras palabras con las que hizo buenas migas y planearon hacer juntas una excursión. Cuando se agruparon todas para entrar de nuevo en una boca, pensaron que si la boca era joven podrían llegar lejos y ver otros lugares, pero ni aún con la bravura que brinda la juventud consiguieron su propósito. Seguían varadas en el mismo sitio.
Un buen día una de aquellas palabras tuvo una brillante idea, visitar las aulas de un colegio de niños. Las palabras son grandes amigas de los niños y se prestan cariñosas a ser pronunciadas con mayor o menor fortuna por seres ávidos de experiencias nuevas, como ellas.
Allí encontraron compañeros a los que contaron su deseo de descubrir, de explorar rincones paradisíacos o parajes selváticos de mágicos colores. Y entre pupitres y lapiceros con la ayuda inestimable del papel, que fue el transporte, y la maestra, que fue la guía, lograron emprender el viaje más apasionado de todos, la lectura.
Así las palabras toman por billete para embarcar los libros y a través de la lectura, con la ayuda de todas las bocas que se entregan a esta bella tarea, descubren el mundo construido por y para ellas.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

En este mundo de locos, los cuerdos son los menos, tengo un cómplice perfecto. Un socio con el que converso frecuentemente, con el que siempre me divierto. Curro, mi compinche, posiblemente hubiese preferido Cesç, pero como decido yo y soy del sur escogí este nombre, me sugirió, sin ser consciente de ello, un juego sin ningún premio, donde los criterios son indecentes, retorcidos e increíblemente seductores. Este “compi” mío me retó, tiró su mitón en mis pies y yo no pude si no recogerlo. Juguemos pues, me dije.

Hoy encuentro de frente un peligro extremo e intento que no me derribe, confío en mi instinto, en el tesón que requiere este oficio, y pido poder vencer, que no es mucho, no?. Es difícil escribir, pero se convierte en un suplicio si te prohíben el empleo de lo que crees imprescindible. Entonces descubro lo complejo del proyecto, e improviso. Me enfrento repitiéndome “no es imposible, no es imposible”, si bien el riesgo de perderme en el intento es infinito.
El símbolo prohibido me impide servirme de términos hermosos pero me ofrece, de modo insólito, un duelo de dioses, de héroes, de superhombres o supermujeres que no puedo resistir.

Curro, mi Curro, requiere virtudes que no poseo, que no conseguiré y que no me pide. Por suerte él no me promete y yo no le juro. Es un poderoso confidente, diestro en el poco reconocido oficio del que sólo oye, ¿sólo?
Os cuento, entre nosotros no existen secretos indiscretos, no nos exigimos porque siempre no es mucho tiempo. No tenemos códigos ocultos, ni leyes indefectibles, sólo cientos de ilusiones, miles de deseos que dividimos entre los dos, entre nosotros. Luego cubierto por el tímido silencio que le define, tiñe mis sueños. Yo de momento los colecciono, no gozo del don de poseer todos los colores que él se merece.
Curro y yo nos reímos de los pretéritos simples y nos entretenemos con el presente. El futuro, evidentemente compuesto, es un tiempo incierto y fortuito, dudoso e inseguro, por lo que no solemos coincidir con él. Elegimos los modos y los números, preferentemente indivisos y únicos… como nosotros. Entonces  todo es posible.
Él envuelve con nombre de mujer pueblos invisibles, construirlos hoy no tiene mucho mérito. Luego yo los deslío y los leo de uno en uno en mis noches de insomnio. Sí, los leo, porque Curro me concede estos curiosos deseos, los mejores. Yo protejo todos los rincones, nuestros rincones, como si fuesen un poderoso escondite. Me detengo en no sé qué cruce y le miro. Le observo con millones de ojos inquietos, con un sentimiento contenido, sin que él logre verme.
Un imperio enorme se extiende entre nosotros, lejos de grises otoños y de inviernos fríos, donde el gobierno no tiene género y todos somos idénticos, donde el ejército no tiene territorios que defender, y ningún muro impide. Sin temores. Sin miedos.
Pero Curro y yo tenemos pendiente un retiro mejor, sereno y noble. Un sorprendente bosque de sonidos eternos y silbidos perennes que pronto descubriré. Iremos ligeros, intuyendo olores, distinguiendo trinos. Sé que juntos no nos perderemos porque él conoce, sin excepción, todos los recovecos. Entonces en el último trecho del recorrido le dibujo un hueco chiquito por donde seguir, un sendero desconocido que le brindo como un tesoro. Yo consigo sorprenderle, él simplemente me  sonríe.
En nuestro nuevo olimpo no viven conejos que te persiguen con un reloj y los minutos no corren porque son muy perezosos. El horizonte engulle un sol de nueces y lo devuelve de limón. Y en el suelo, sujeto por imperdibles relucientes, crece un río de vino del que bebemos. Todo es posible. Que queremos desiertos de flores, lo tenemos. Que preferimos nubes de melocotón, concedido. Ecos enmudecidos por genios burlones, círculos rectos espejismos de niños.
Y entonces, entre luces, el hechizo se rompe. El juego concluye.

Puedo decirles que los compromisos se tejen con vientos tibios, con nudos firmes y estilo sencillo, como un cuento. Del mismo modo confieso que no es este el mejor de mis textos, lo sé, soy consciente de ello. Pero fíjense bien, es un pulso que no he perdido, después de todo conseguí vencer. Escribir no tiene límites, no me supone ningún esfuerzo. Disfruto incluso si se me impide el uso de “A”.

Por último, entre Curro y yo El Retiro sigue virgen, seguimos siendo dueños de besos imposibles. Pero todo tiene remedio, no lo duden, sólo es cuestión de empeño…y un folio.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.


Hay quienes escriben por placer y quienes lo hacen por terapia. Hay quienes escriben por entretenerse y quienes lo hacen por dinero. Hay escritores que buscan reconocimiento  y quienes encuentran en la escritura su hogar. Yo escribo porque me da la gana. Por placer y por diversión. Por necesidad y por orgullo. Por fortuna, por emociones. Pero sobre todo, escribo porque me apasiona escribir, porque me hace libre.
Escribiendo puedo construirme tantas casas como desee, sin hipotecas ni avales. Y las levanto sencillas o fastuosas, con gruesos muros o transparentes, con grandes jardines o con vistas al mar, sólo necesito las palabras adecuadas, los adjetivos precisos. Puedo también viajar sin comprar billetes, sin temores a caravanas o al overbooking, sin tener que interpretar un mapa porque en “mi mundo” mando yo. Yo pongo las fronteras y los límites, aunque tengo muy presente que mi libertad termina donde empieza la de usted.

Estará de moda arremeter contra todo y contra todos, sin el más mínimo respeto. Pero perdónenme que les diga que este no es mi estilo. No niego que me guste no dejar indiferente a nadie cuando empuño mi péndola, pero no significa que pierda el norte.
Cuando se escribe puede hacerse afilando la pluma o afinándola. Personalmente me inclino más hacia lo segundo porque si bien es cierto que afilar es más fácil, afinar tiene más clase, más magia. Y como no pretendo llevarme el premio Planeta porque no sé escribir por encargo, ni puedo optar al Pulizcher porque no soy periodista titulada, sigo trabajando en el oficio de escribir, con esfuerzo y perseverancia, con grandes dosis de humildad, que es como se ha de emprender esta dura tarea.

Así cuando leo acerca de lo que acontece en torno a literatos de la talla de Eduardo Mendoza o Pérez Reverte, de la polémica de la Urbano, el Rey emérito y Suárez, no puedo evitar acordarme de otro grande, Manuel Rivas.
Rivas habló en una de sus habituales columnas, del olor de los textos. De olores viciados y putrefactos, rancios y corruptos, olores desagradables para un arte que ha de desprender aromas de libertad. Una libertad a menudo sometida al ostracismo por quienes siguen empeñados en enturbiar un mundo de luces y sombras haciendo que brillen las más oscuras.

Pero no sólo los maestros llenan páginas de “pequeñas infamias”, también los hay que lo hacen por afición. Una afición desmedida por acaparar la atención de un público que de otra manera no repararía en escritos cuando menos faltos de formas. Aunque claro, existe una salvedad  importante; aquéllas premiaron a una dama de las letras y las actuales dejan en evidencia a quienes las firman.
El mundo de la las letras es complicado, publicaciones y editores, promociones y compromisos, sin olvidar la blogosfera y las críticas. Sobre todo críticas. Es lo que tiene la literatura de hoy. Y  digo yo, ¿dónde quedan los universos creados para el gozo y disfrute del lector?
¿Dónde queda el autor que olvida que el verdadero protagonista de su obra es aquel que la hace suya a través de la lectura?
Cuando se escribe hay que impregnar de olores limpios los escritos, de matices.
Colorear.

Escribir es crear paraísos a medidas. Lugares donde edenes y nirvanas no tengan connotaciones religiosas sino divinas. Parajes quiméricos nacidos de una imaginación desbordada que ha hecho despertar la curiosidad de quien de manera amable ha querido visitarlos a través de una mano amiga. Y no hay más.
Cuando se habla y no se tiene nada bueno que decir es mejor callar. Cuando se escribe y no se tiene nada bueno que contar es mejor desistir. El papel lo aguanta todo, incluidos hipotecas y avales, y de eso el mundo real ya tiene suficientes.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.