Si el sentido del humor denota inteligencia en quien lo práctica mi abogado ha de ser superdotado. Nadie maneja mejor que él la ironía y el sarcasmo, pragmático donde los haya tiene respuesta para todo. Se convirtió en el rey de los tribunales no por casualidad, ya que promulgar su pasión por las leyes fue tarea diaria y obligatoria. Eso, y ganar todos los pleitos habidos y por haber, en fin, un crack.

Su pasión por las leyes le delata y acumula más pleitos en su haber que ladrillos “el Pocero”. Además guarda bajo la manga un inventario de artículos y recursos que convierten sus intervenciones en sala en verdaderas superproducciones hollywodienses. No tiene igual. ¿La última? Ha solicitado una cédula de inscripción para poder concurrir a las próximas elecciones. Que tiemble el hemiciclo, pronto será…Su Señoría.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

El ladrillo vuelve con fuerza a la Bolsa”. Así rezaba el último titular leído en prensa la mañana que recuperaba la toga y una pasión anodina de volver a los Juzgados. La fortuna que amasó en algo más que un suspiro había caído en picado, rompiéndose como pompa de jabón. Así cambió las cédulas de habitabilidad por las de citación, el casco por los códigos, el sentido del humor por el más común de los sentidos.
El salto al parqué de empresas del sector inmobiliario había removido emociones encontradas.
Frente a aquel inventario de bienes se dio cuenta que de nuevo era quien disuelve gananciales y no quien construye sueños.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

¿Quién creyó que tenía que salvarte? ¿Qué gracia divina tenían que otorgarte a ti, que reunías todo el garbo que pudiera existir y el que estaba por hacerlo? Tú ya tenías un señor contigo, el tuyo, el que elegiste siendo niña y con el que te hiciste mujer. Fuiste una bendición como lo fueron los frutos nacidos de tu vientre, y no tuviste que rogar por nosotros, pecadores, porque no fuiste de las que ruegan, todo lo contrario.

Hoy pienso en ti de nuevo, como lo hago casi cada día. Y me llevan los demonios, si, si, los demonios, por haber guardado tantos “te quiero” en el bolsillo por vergüenza a hacerlos públicos, por temor a que la raza no me hubiera salpicado, por pensar que el raciocinio peleaba contra el sentimiento cuando no era esa la batalla que se estaba librando.
Te fuiste para no volver, lo sé. Y pese a mi condición de Abadesa, fíjate lo que te digo, o por ella misma, siento que hay algún lugar más allá de la fe en el que te veo reflejada. No hay abriles olvidados, se equivocó el argentino, no hay ninguno de los once que han pasado que no te haya escuchado decir “sa la leche que mamaste”, y haya sonreído para adentro.
Ahora somos más González, y como no podía ser de otro modo, más matriarcal que nunca, la genética ha entendido que la “x” no es ninguna incógnita para nosotras, y son siete las magníficas que han seguido la dinastía. Aunque también los hay del sexo débil, tan bienaventurados ellos, y tan queridos.
Te extraño, no sé si tanto como el sargento, que ahora está tratado con aguas gaditanas que parece le reconfortan, o tu pequeña, que se hizo toda una mujer al lado de Carlos y que juntos han formado una familia como las que a ti te gustan.
Pero la familia, la nuestra, no es lo mismo sin ti.

He leído que los ángeles son un concepto, una representación de lo intangible. La naturaleza, siempre caprichosa, no da las respuestas que buscamos, agarrándonos a un clavo ardiendo en medio de un mar de desconocimiento. Ángeles o demonios. Qué importa. Las palabras a veces son un reflejo de nuestra pedante ignorancia. Todos estamos hechos de búsquedas incesantes y encuentros innecesarios, algunos abriles marchitos.
Mientras hay salud, hay esperanza. El enfermo es más lúcido y sólo espera. El cuerpo es el único reino plausible del hombre mientras dios no frunza el ceño y simule estar de nuestro lado.

Pienso tanto en ti que he logrado traerte de vuelta sin tener que recorrer ese camino de cipreses que apuntan al cielo señalando el destino final de los más optimistas.
Para compartir contigo un minuto de recuerdos sin ausencias sólo tengo que soñarte y te sientas a los pies de mi cama. Velas mis noches e iluminas mis días, y doy gracias a que la raza haya tenido a bien rociarme de la bravura de toda una estirpe con alas para volar, cual pajarilla.
Hoy mientras escribo mentalmente estas letras que no sé dónde enviar, he aprendido que la eternidad no es un lugar, ni un estado, ni siquiera un sentimiento. La eternidad es un ángel con nombre de mujer, y soy afortunada de llevar conmigo mis GRACIAS allá donde vaya.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

Para Jorge, mi pequeño principito

Cuando apareció la primera palabra estaba sola y no sabía qué hacer ni cómo. Quería tener amigas, conocer mundo, pero sólo existía en la mente de alguien.
De tanto desearlo saltó de la cabeza a la boca y así salió a la superficie. Una vez fuera conoció a otras palabras con las que hizo buenas migas y planearon hacer juntas una excursión. Cuando se agruparon todas para entrar de nuevo en una boca, pensaron que si la boca era joven podrían llegar lejos y ver otros lugares, pero ni aún con la bravura que brinda la juventud consiguieron su propósito. Seguían varadas en el mismo sitio.
Un buen día una de aquellas palabras tuvo una brillante idea, visitar las aulas de un colegio de niños. Las palabras son grandes amigas de los niños y se prestan cariñosas a ser pronunciadas con mayor o menor fortuna por seres ávidos de experiencias nuevas, como ellas.
Allí encontraron compañeros a los que contaron su deseo de descubrir, de explorar rincones paradisíacos o parajes selváticos de mágicos colores. Y entre pupitres y lapiceros con la ayuda inestimable del papel, que fue el transporte, y la maestra, que fue la guía, lograron emprender el viaje más apasionado de todos, la lectura.
Así las palabras toman por billete para embarcar los libros y a través de la lectura, con la ayuda de todas las bocas que se entregan a esta bella tarea, descubren el mundo construido por y para ellas.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

En este mundo de locos, los cuerdos son los menos, tengo un cómplice perfecto. Un socio con el que converso frecuentemente, con el que siempre me divierto. Curro, mi compinche, posiblemente hubiese preferido Cesç, pero como decido yo y soy del sur escogí este nombre, me sugirió, sin ser consciente de ello, un juego sin ningún premio, donde los criterios son indecentes, retorcidos e increíblemente seductores. Este “compi” mío me retó, tiró su mitón en mis pies y yo no pude si no recogerlo. Juguemos pues, me dije.

Hoy encuentro de frente un peligro extremo e intento que no me derribe, confío en mi instinto, en el tesón que requiere este oficio, y pido poder vencer, que no es mucho, no?. Es difícil escribir, pero se convierte en un suplicio si te prohíben el empleo de lo que crees imprescindible. Entonces descubro lo complejo del proyecto, e improviso. Me enfrento repitiéndome “no es imposible, no es imposible”, si bien el riesgo de perderme en el intento es infinito.
El símbolo prohibido me impide servirme de términos hermosos pero me ofrece, de modo insólito, un duelo de dioses, de héroes, de superhombres o supermujeres que no puedo resistir.

Curro, mi Curro, requiere virtudes que no poseo, que no conseguiré y que no me pide. Por suerte él no me promete y yo no le juro. Es un poderoso confidente, diestro en el poco reconocido oficio del que sólo oye, ¿sólo?
Os cuento, entre nosotros no existen secretos indiscretos, no nos exigimos porque siempre no es mucho tiempo. No tenemos códigos ocultos, ni leyes indefectibles, sólo cientos de ilusiones, miles de deseos que dividimos entre los dos, entre nosotros. Luego cubierto por el tímido silencio que le define, tiñe mis sueños. Yo de momento los colecciono, no gozo del don de poseer todos los colores que él se merece.
Curro y yo nos reímos de los pretéritos simples y nos entretenemos con el presente. El futuro, evidentemente compuesto, es un tiempo incierto y fortuito, dudoso e inseguro, por lo que no solemos coincidir con él. Elegimos los modos y los números, preferentemente indivisos y únicos… como nosotros. Entonces  todo es posible.
Él envuelve con nombre de mujer pueblos invisibles, construirlos hoy no tiene mucho mérito. Luego yo los deslío y los leo de uno en uno en mis noches de insomnio. Sí, los leo, porque Curro me concede estos curiosos deseos, los mejores. Yo protejo todos los rincones, nuestros rincones, como si fuesen un poderoso escondite. Me detengo en no sé qué cruce y le miro. Le observo con millones de ojos inquietos, con un sentimiento contenido, sin que él logre verme.
Un imperio enorme se extiende entre nosotros, lejos de grises otoños y de inviernos fríos, donde el gobierno no tiene género y todos somos idénticos, donde el ejército no tiene territorios que defender, y ningún muro impide. Sin temores. Sin miedos.
Pero Curro y yo tenemos pendiente un retiro mejor, sereno y noble. Un sorprendente bosque de sonidos eternos y silbidos perennes que pronto descubriré. Iremos ligeros, intuyendo olores, distinguiendo trinos. Sé que juntos no nos perderemos porque él conoce, sin excepción, todos los recovecos. Entonces en el último trecho del recorrido le dibujo un hueco chiquito por donde seguir, un sendero desconocido que le brindo como un tesoro. Yo consigo sorprenderle, él simplemente me  sonríe.
En nuestro nuevo olimpo no viven conejos que te persiguen con un reloj y los minutos no corren porque son muy perezosos. El horizonte engulle un sol de nueces y lo devuelve de limón. Y en el suelo, sujeto por imperdibles relucientes, crece un río de vino del que bebemos. Todo es posible. Que queremos desiertos de flores, lo tenemos. Que preferimos nubes de melocotón, concedido. Ecos enmudecidos por genios burlones, círculos rectos espejismos de niños.
Y entonces, entre luces, el hechizo se rompe. El juego concluye.

Puedo decirles que los compromisos se tejen con vientos tibios, con nudos firmes y estilo sencillo, como un cuento. Del mismo modo confieso que no es este el mejor de mis textos, lo sé, soy consciente de ello. Pero fíjense bien, es un pulso que no he perdido, después de todo conseguí vencer. Escribir no tiene límites, no me supone ningún esfuerzo. Disfruto incluso si se me impide el uso de “A”.

Por último, entre Curro y yo El Retiro sigue virgen, seguimos siendo dueños de besos imposibles. Pero todo tiene remedio, no lo duden, sólo es cuestión de empeño…y un folio.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.


Hay quienes escriben por placer y quienes lo hacen por terapia. Hay quienes escriben por entretenerse y quienes lo hacen por dinero. Hay escritores que buscan reconocimiento  y quienes encuentran en la escritura su hogar. Yo escribo porque me da la gana. Por placer y por diversión. Por necesidad y por orgullo. Por fortuna, por emociones. Pero sobre todo, escribo porque me apasiona escribir, porque me hace libre.
Escribiendo puedo construirme tantas casas como desee, sin hipotecas ni avales. Y las levanto sencillas o fastuosas, con gruesos muros o transparentes, con grandes jardines o con vistas al mar, sólo necesito las palabras adecuadas, los adjetivos precisos. Puedo también viajar sin comprar billetes, sin temores a caravanas o al overbooking, sin tener que interpretar un mapa porque en “mi mundo” mando yo. Yo pongo las fronteras y los límites, aunque tengo muy presente que mi libertad termina donde empieza la de usted.

Estará de moda arremeter contra todo y contra todos, sin el más mínimo respeto. Pero perdónenme que les diga que este no es mi estilo. No niego que me guste no dejar indiferente a nadie cuando empuño mi péndola, pero no significa que pierda el norte.
Cuando se escribe puede hacerse afilando la pluma o afinándola. Personalmente me inclino más hacia lo segundo porque si bien es cierto que afilar es más fácil, afinar tiene más clase, más magia. Y como no pretendo llevarme el premio Planeta porque no sé escribir por encargo, ni puedo optar al Pulizcher porque no soy periodista titulada, sigo trabajando en el oficio de escribir, con esfuerzo y perseverancia, con grandes dosis de humildad, que es como se ha de emprender esta dura tarea.

Así cuando leo acerca de lo que acontece en torno a literatos de la talla de Eduardo Mendoza o Pérez Reverte, de la polémica de la Urbano, el Rey emérito y Suárez, no puedo evitar acordarme de otro grande, Manuel Rivas.
Rivas habló en una de sus habituales columnas, del olor de los textos. De olores viciados y putrefactos, rancios y corruptos, olores desagradables para un arte que ha de desprender aromas de libertad. Una libertad a menudo sometida al ostracismo por quienes siguen empeñados en enturbiar un mundo de luces y sombras haciendo que brillen las más oscuras.

Pero no sólo los maestros llenan páginas de “pequeñas infamias”, también los hay que lo hacen por afición. Una afición desmedida por acaparar la atención de un público que de otra manera no repararía en escritos cuando menos faltos de formas. Aunque claro, existe una salvedad  importante; aquéllas premiaron a una dama de las letras y las actuales dejan en evidencia a quienes las firman.
El mundo de la las letras es complicado, publicaciones y editores, promociones y compromisos, sin olvidar la blogosfera y las críticas. Sobre todo críticas. Es lo que tiene la literatura de hoy. Y  digo yo, ¿dónde quedan los universos creados para el gozo y disfrute del lector?
¿Dónde queda el autor que olvida que el verdadero protagonista de su obra es aquel que la hace suya a través de la lectura?
Cuando se escribe hay que impregnar de olores limpios los escritos, de matices.
Colorear.

Escribir es crear paraísos a medidas. Lugares donde edenes y nirvanas no tengan connotaciones religiosas sino divinas. Parajes quiméricos nacidos de una imaginación desbordada que ha hecho despertar la curiosidad de quien de manera amable ha querido visitarlos a través de una mano amiga. Y no hay más.
Cuando se habla y no se tiene nada bueno que decir es mejor callar. Cuando se escribe y no se tiene nada bueno que contar es mejor desistir. El papel lo aguanta todo, incluidos hipotecas y avales, y de eso el mundo real ya tiene suficientes.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

Previo a la Pasión de los próximos días, y pasado el clásico que ha atormentado a mi jardinero fiel y las elecciones andaluzas en la que ganó Curro de Camas, necesito hacer un break, un descanso en el camino para reponer fuerzas y enfrentarme a lo que viene.

No gustándome nada los números por lo trabajosos e incomprensibles que son, a veces tanto como los propios humanos, muchas otras incluso más prejuiciosos que ellos, tengo cierta debilidad por el 13.

Primer y único motivo, porque es impar. Y prefiero las cifras impares porque son más fuertes, más seguras, rebeldes y con carácter. No en vano los antiguos sostenían que la mónada, que es cada una de las sustancias indivisibles de naturaleza distinta que componen el universo, era impar. E impar es también el número que explica la hipóstasis de la Santísima Trinidad.

Así pues el binomio de mónada e hipóstasis da como resultado mi apreciado 13, unión hipostática de dos naturalezas, divina y humana. Siendo una más de Verbo que de Sustantivo.

Acabó el descanso.



Siempre vuestra, 
La Abadesa.

Durante estos pocos meses he amado por largas horas infinidad de objetos, de modos, de imágenes, de ensoñaciones, de momentos… y mentiras.

He amado sin dudar el sol tibio de mañanas compartidas a tu lado, desayunos clandestinos a destiempo, melodías envasadas al vacío, cientos de  besos robado un domingo cualquiera…

He amado cada tramo de tu piel, tu pelo escarchado, la comisura de unos labios eternos, tus labios…, la cartografía de lugares recónditos de una espiritualidad inventada.

He amado el vuelo de unas pestañas infinitas capaces de coser con un fino pespunte el cielo y la tierra con un solo parpadeo, tus ojos transparentes. Cada uno de tus dedos abrasándome los días, a mí que he encerrado tantos inviernos.

He amado las tormentas de caricias regaladas al alba, aquellas que nublaron mis sentidos hasta caer rendida. En realidad siempre quise más, pero perdí.

Quise abrazarte tanto y tan fuerte que mi alma traspasara mi cuerpo, y pudiera encontrarse con la tuya allá en el mismo lugar maldito donde te arrebataron las ganas. Quise abrigar al niño indefenso que quería ser hombre, que soñaba despierto, aquel que seguía jugando…y me equivoqué.

No pudo ser. Fui el error de quien acostumbra a jugar con dos barajas, del que no está preparado para terminar la partida. El desliz de un mal jugador, la evidencia de “un farol anunciado”.

Me tomo un vino seco, que es como siento mis labios después de que los tuyos hayan recorrido otros cuerpos, y mientras agito el líquido de mi copa intento recordar cómo fue nuestro último beso. Pero mi memoria me traiciona y a solas no logro saborearte. No vuelves conmigo, no estás a mi lado.

No se pudo amar tanto en tan poco tiempo. No hubo pasión más desmedida ni amor más entregado. No hubo abismo capaz de aplacar la inquietud de quien ha nacido para ser amante, tal vez para ser amada si la fortuna remara a su favor.

Ahora te desvaneces y te pierdes entre historias teñidas de bruno, más allá de de mis sueños. Lejos, tanto que el viento se torna anciano y apenas susurra. Y mi deseo se extingue. Mis sentidos ya no te buscan, ya no te sienten.

Y pese a todo, aún así, te extraño. Extraño tus manos, diestras en las artes amatorias, y tan gélidas en el fluir del sentimiento. Extraño tu mirada, tu aliento…

No se debe amar tanto en tan poco tiempo. No hay pasión que no frene el instinto más básico de todos. Sobrevivir.

Reconozco que mis esperanzas han sido arrancadas despacio y en silencio, por un querer que hace poco extravió mis bondades, y sometió mi voluntad lanzándome a un campo estéril donde ningún sentimiento crecerá de nuevo.

Dicen los que saben que el corazón es un músculo estriado que sólo ha de servir para “bombear” sangre.

Dicen los que saben que cada latido desencadena una serie de sucesos que alternan contracciones y relajaciones, movimientos complementarios, que no incompatibles. Que el músculo cardíaco se excita a sí mismo y no necesita de estímulos que lo provoquen, a diferencia de otros, aquel es miogénico.

A veces el ritmo cardíaco pierde el compás y se acelera. Genera latidos extras, derrochando palpitaciones que solidarias tratan de avisarnos de que algo no marcha bien.

Pero nosotros nos empeñamos en forzar “la máquina”, en lanzar órdagos sin sentidos, y  apostamos por el que será sin duda el gran perdedor. Sin reparar si quiera que la partida está acabada mucho antes de empezar.

Ha decidido que ya no necesito corazón. Que renuncio al músculo hueco que actúa como una bomba aspirante e impelente, perfecta en su función biológica…y tan débil para seguir viviendo…

Dicen los que saben que toda bomba necesita de la fuerza para funcionar, bien sea mecánica, física o de comprensión. Dicen los que saben que toda bomba está concebida para estallar, sólo es cuestión de tiempo.

Los que aman saben que también el corazón estalla.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.


Hubo un tiempo en el que mis miedos, los que sufría, aquellos que me quitaban el sueño, cabían en una mano. Eran miedos lógicos de una neófita, miedos que podían explicarse, miedos  naturales que en ningún momento limitaban mi capacidad, sino que provocaban en mí ciertas angustias normales e inherentes a las circunstancias que me envolvían. No fueron en ningún momento miedos patológicos ni insuperables, de hecho he viajado en avión tantas veces como me ha sido posible, siempre he preferido los palcos para disfrutar la cultura desde la mejor de las perspectivas y el lugar  del mundo que más me relaja es la playa, pese a tsunamis y demás fenómenos…hídricos. He sabido enfrentarme a ellos y aunque no los venciera supe aliarme para poder hacer y deshacer a mi antojo. Ya ven mis miedos siempre fueron más que terrenales, mundanos, miedos de novicia pueblerina.

Pero hoy la cosa es bien distinta. Hoy sufro tanto y por cosas tan dispares, que se mezclan los miedos con las angustias y éstas con la vergüenza. Aquellos temores fútiles, aquellos desasosiegos triviales, lejos quedan de los vértigos de hoy, de las incertidumbres diarias, de no saber y ser tan consciente de ello…

No deberíamos tener miedo a reconocerlo, lo que debiéramos temer es no saber imponernos a nuestras apetencias.

Siempre tuve claro que sería madre, en el sentido más amplio de la palabra siempre lo fui, desde que tengo uso de razón y por cuestiones de la vida que no es menester descubrir creo que lo vengo siendo desde… ¿siempre? No sé.

Lo que no tuve tan claro es que terminara siendo Reverenda. Y más, una reverenda sin fe. Y he aquí otra divergencia, ser Reverenda Madre sin fe no da miedo, no, da PÁNICO.
Y da pánico porque la fe que envuelve a los creyentes los hace fuertes y valientes, mientras nosotros avanzamos débiles por el camino de la objetividad y la razón. Nuestros miedos son reales, tangibles y sanos. Si, sí, sanos. El miedo bien entendido posibilita responder con mayor rapidez y eficacia ante las adversidades, pero aquellos que gastan fe tal vez no necesiten más que la esperanza.

La fe mueve montaña”, oía decir a mi abuela cuando no era más que una chispoleta y ni sabía ni entendía. Hoy no sé qué pesa más en mi convento, la carencia de aquella y por tanto la desprotección sabida, el deseo de querer a sabiendas de que no hay un más allá y que el “más pa ´cá” cuando menos provoca desasosiego, o el miedo a que aquello que nunca has tenido aún cuando se te presupone, como al soldado el valor, se vea manipulado por seres inhumanos, sanguinarios monstruos barbilampiños que ignoran que tras la sangre que derraman no hay recompensa alguna, y pese a ello se embarcan en un viaje sin retorno arrastrando a tantos inocentes con ganas de vivir…

Bajo mis hábitos escondo miedos, muchos miedos que me dejan al descubierto, que muestran mi talón de Aquiles, y aquí entre nosotros, no tengo un solo talón, tengo dos por los que caer rendida.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

Hubo un anciano de pelo blanco que decidió  iniciarme en el complejo mundo del ajedrez no calculando que el tiempo que le restaba no era suficiente para enseñarme a jugar. Así él se marchó dejándome sola ante el tablero, con una única lección en el bolsillo, el movimiento de las piezas. No pudo enseñarme estrategias ni tácticas…

Cuando juego al ajedrez juego con la libertad de quién nada teme porque nada sabe. En cada movimiento soy libre de elegir entre varias posibilidades, asumiendo que cada uno me traerá una serie de consecuencias, la mayoría de las veces pérdidas irreversibles por no tener sangre fría y atender a los impulsos más primitivos. Pero me he propuesto aprender a jugar. He descubierto que la necesidad delimita la libre elección, entendiendo que el final del juego no aparece como fruto del azar sino como el resultado de leyes estrictas. Y he emprendido el vuelo.

Como es bueno conocer las limitaciones de cada uno, y yo tengo bastantes, he buscado un maestro que me ilustre en este juego milenario, que me revele la relación entre libertad y conocimiento. Así él me insiste en que haga coincidir mis decisiones con la naturaleza del juego, que valore las posibilidades que implica. No es tarea fácil, aunque me esfuerzo.

“Quien controla el centro, domina la partida”, me dice, pero yo sigo estancada con mis peones doblados y mi caballería clavada, si es que él no me las ha comido todavía, porque aquí entre nosotros, le encantan estas figuras. Yo, que reconozco mi torpeza ante el tablero, imagino que el salto de los equinos atiende al instinto. Él, para evitar tentaciones, me lo arrebata al primer descuido, recordándome lo importante que es no dejarse llevar y pensar con calma. Supongo que dada su debilidad por el animal, y puesto que es una de las aperturas más antiguas, pronto me mostrará la defensa de los dos caballos. Justo cuando considere que estoy preparada para soportar las embestidas del ataque Fegatello sin sufrir daño alguno, cuando domine la defensa.

Mientras mi maestro, paciente, me repite jugadas que afiancen el aprendizaje, yo fantaseo con las piezas y les creo un mundo paralelo, otorgándoles una vida más allá de las casillas. Así, me gusta pensar en la marcha axial de la torre, en la fortaleza que se le presupone, tan lógica, tan viril…y me emociono cuando le presta su hombro al rey de manera tan noble, me gusta el enroque. Sin embargo mi pieza favorita, la que me hechiza, y permítanme la licencia dada mi condición religiosa, es el alfil. Una pareja que pasea en diagonal, cada una por su color, sin entorpecerse, compartiendo el trabajo juntas, complementarias. Dos alfiles son poderosos en la partida, uno sólo queda cojo.

“Nunca aceptaría un gambito de dama”, le digo al maestro. Él fija su mirada en la mía y me dice que nunca es mucho tiempo, tal vez demasiado, y que no se puede ser tan radical. Yo que soy una aprendiz rebelde, le insisto, y le repito, “no aceptaría un gambito de dama”. Y verdaderamente no lo haría. Primero porque no es un gambito como tal, es una trampa, una apertura cerrada que la llaman. Y segundo porque las reinas me producen alergia.

No hay pieza que recorra el tablero de manera más soberbia, más altiva. Consciente de su poderío, sabedora de que es la dueña y señora del juego, manipula a su antojo con tal de conseguir el objetivo marcado. Enfundada en ébano o marfil, la reina dirige y ejecuta en la partida. Yo prefiero jugar sin ella.
Aquel que me instruye me aconseja que aprenda a jugar con dama, me explica su importancia. Pero yo soy de grandes retos, no sé ser de a poco, y puesto que lo mejor suele ser lo más difícil, sigo en mis treces y prescindo de su majestad.

Para ser justos, hay que diferenciar entre las reinas que defienden a su rey y juegan bonito, de las que se empeñan en poner el tablero patas arriba atacando sin piedad, ensuciando la partida.

El ajedrez como la vida, está escrito en blanco y negro, existiendo figuras valiosas que deciden atacar o defender, avanzar o retroceder. Pero no olvidemos que ambos tienen su base en aquellas piezas que van de frente, siempre adelante. La que pudiendo ser lo que quiera, una vez alcanzada la meta, escoge seguir siendo peón, perfectamente capaz del JAQUE MATE.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

¿Cómo castigar a quien no puede ser castigado? ¿De quién es la culpa cuando el culpable, consciente o no de sus errores, no va a ser culpado?

Éste dilema, tan antiguo como la vida misma, ha sido resuelto a lo largo de la historia con la creación de instituciones que de modo riguroso y oficial, han canalizado esa culpa buscando quién se responsabilizara de ella, o dicho de otro modo, quien recibiría los azotes en nombre de los todopoderosos.

En el argot más actual, me refiero a los llamados chivos expiatorios, traducido a todas las lenguas y algunas más, yo prefiero hablar del “niño de los azotes”, va más con mi condición de Reverenda Madre.

En las monarquías de los s. XV y XVI se partía de la base del divino derecho de los reyes, por el cual se entendía que el monarca era designado por Dios, y ante la imposibilidad de los tutores y mentores de los príncipes de castigar a éstos por dicho derecho, sólo el Rey podía hacerlo y rara vez se encontraba con los hijos, ni en estos menesteres ni en otros. Así ingleses y alemanes implementaron una astuta manera de educar a los vástagos de la divina gracia, “los niños de los azotes”.

A cada hijo de rey se le asignaba desde su nacimiento un “niño de azote”, que sería su compañero de juego, su confidente, su amigo, y quien recibiría los castigos que no podían impartírsele. Así pues, aún cuando gozaban de un alto status en el reino y pese a ser criado junto al futuro rey, quien cargaba con las culpas del díscolo príncipe, y los correspondientes castigos era el joven elegido para tal fin.

A día de hoy esos príncipes siguen vivitos y coleando, miren a su alrededor, en todas y cada unas de las instituciones, incluidos organismos oficiales y oficiosos, delegaciones de todas clases, sectores públicos y privados. Y la institución de la somanta consolidada, tanto es así que aquellos niños ya son adultos y sus posaderas se han encallado de tanto flagelo.

Moraleja, siempre habrá quien cargue con las culpas y errores de los poderosos, voluntarios consentidores, o elegidos al azar. Siempre hay quien recoja sombras para que otro brille, si no con luz propia, “enchufado”, que las eléctricas tienen para todos.

Pero oigan bien a esta instruida abadesa que de esto algo sabe y para sí guarda si participa y en qué papel; las durezas del glúteo se vuelven contra sí, se rebelan, y el niño que ha recibido adiestramiento militar en su más alto grado, el que ha sido escudo real, se torna espada… o pluma. Aquel que además de juguetear con el príncipe ha servido de juguete ya conoce bien las reglas del juego, y puede en cualquier momento empezar a jugar sólo. Porque el “niño de los azotes”, el que ha sido magistralmente educado, el que ha permanecido siendo tiniebla, el que ha prestado constantemente su culo, a día de hoy está preparado para patear el de cualquiera, incluyendo el de quien lo es por gracia divina. Siga pues la institución, eso sí, rebelada.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

La loca de mi casa jamás ha leído un libro, no sabe leer. No sabe que es contemporánea de Rosa Montero, no creo siquiera que sepa quién es. La loca de mi casa nunca fue al colegio, no pudo aprender a escribir. No sabe de reglas de ortografía ni conoce la gramática más elemental y aún así ha publicado cuatro grandes novelas en una eterna editorial, la vida. Jamás me contó un cuento antes de dormir, y sin embargo siempre he tenido un nido de sueños en mi cabecero.

Posee un estilo fresco y desenfadado, en esto coincide con Rosa, aunque claro ella, mi loca, no lo sabe. Pero sabe enfrentar los problemas y los enredos de la vida cotidiana sin fatigarse y sin hacer concesiones ligeras, rozando con la punta de sus dedos fragmentos de una realidad miserable. Entonces, cuando esto sucede, ella solita sin necesidad de ayuda, embiste como una fiera de noble casta contra todo aquello que suponga una barrera que haga crecer la ilusión y la fantasía de sus creaciones, de sus “personajillos”.

La loca de mi casa huele a jazmín y a hierbabuena y hace tiempo que no usa mandil. Cambió los fogones por las agujas de hacer punto, la sal por lana fina. Así poco a poco, ha ido tejiendo sueños con sus gafas de cerca, esas que se pone para las tareas importantes. Y se pregunta si trenzarlos con punto bobo o punto inglés, que yo pensé que era lo mismo, perdonen mi atrevimiento. Y decide entonces hilar con un punto calado, para darle holgura a la imaginación y hacer que se sienta cómoda. Pese a todo sé que en el fondo tiene sueños a medio tejer, pero eso no lo dice.

La loca de mi casa no padece grandes delirios, no guarda fantasmas interiores que atormenten un alma desvalida. Ella sufre por los de carne y hueso. Al fin y al cabo éstos son los que te hacen abandonar la cordura, a veces por propia voluntad, otras sin pedir permiso. La razón y la justicia no siempre van de la mano, a menudo viajan en vagones separados y no hay más.

La loca de mi casa “juega” con prudencia y sensatez. Esto la ha mantenido siempre con juicio, y dado los tiempos que corren, no crean que es poco. Puede sentirse orgullosa de haber ganado todas sus partidas y seguir jugando, porque  mi loca no se rinde, mi loca lucha. Tal  vez esto no sea del todo mérito suyo, porque antes que ella hubo otra, con más escarcha en el pelo de la que ella, mi loca, tiene hoy. De aquella heredó la bravura y el tesón de toda una raza que espero, al menos, me hayan salpicado.

Hoy cuando cruzo la puerta de casa y encuentro a mi loca mirándome por encima de sus gafas, escuchando de fondo el sonido inconfundible de sus agujas, sonrío. No puedo dejar de admirar su enorme arrojo, su incapacidad para albergar cualquier tipo de odio, sus dotes de paciente maestra. Me siento a su lado mientras asumo lo afortunada que he sido al compartir mi vida con esta mujer de ojos pequeños y bondad infinita. De haber participado de sus miedos y sus logros, de sus males y sus dichas. Y deseo con toda la fuerza que la juventud me brinda que ese momento se detenga ahí, que se suspenda en el tiempo.

Quiero tanto a mi loca que a veces hasta me duele. Ella está por encima del bien y del mal, y no existe frontera que limite mi amor, no hay valla que yo no pueda saltar.  Soy capaz de recordar todas y cada una de sus arrugas, encantadores surcos que han marcado una vida de luces y sombras. Y podría dibujar de memoria su silueta en un plato de pan rallado mientras la escucho gritar que con la comida no se juega, y tiene razón. Ella siempre la tiene.

No me importa que no sepa qué libro leo y que no entienda los adagios a oscuras. Me da lo mismo que no le escandalice el nuevo “Estatut”, y que prefiera Las Carlotas a Serrat, aunque esto último, la verdad, lo entiendo menos. Lo mejor no siempre es perfecto, aunque ella es perfecta en su ignorancia.

Mi loca no conoce a Rosa Montero, eso ya lo he dicho antes. Pero yo que he tenido la gran suerte de leerla puedo susurrarle al oído: “mamá aunque republicana, yo siempre te trataré como a una reina”. Entonces mi madre con gesto extrañado me mira de reojo y me dice muy seria, “anda niña que estás más loca…”

La diosa que llevo dentro ha dado un triple salto mortal con pirueta y tirabuzón incluido, y ha ido a escacharse a los pies de mi cama. La pobre mía se ha lesionado gravemente; esguince de tobillo, clavícula astillada y el codo partido. Ahí es nada. Conste que yo ya la venía avisando que no está bien andar por ahí en modo contorsionista, independientemente del cuerpo, máxime ahora que la tendencia es globalizarse. Pero claro, ya saben ustedes como son las diosas.

Yo a la mía, que lejos de cubrirse de lentejuelas, guarda cierto gusto por el buen vestir, siempre le aconsejo que sea consecuente y coherente en su forma de actuar. Lo quiera o no, por muy diosa que sea… ¡¡soy yo la que la lleva dentro!!

Así pues, y sin que sirva de escándalo los términos en los me dirijo a ustedes, intento ir con los tiempos y no que éstos me arrastren, comparto mi disertación acerca de los dioses que se quieren independizar… dando saltitos.

Si un dios mayor o menor, semidiós o simplemente un héroe quisiera abandonar el Monte Olimpo, ¿quiénes somos nosotros, simples mortales, para impedirlo? No hay nada que de Más repelús y sea Más incomprensible que un dios esclavizado. Pero, y yendo por partes, si un dios, semidiós o héroe pretende ser libre para marchar del Paraíso, luego que no venga con que se ha arrepentido porque ya no habrá marcha atrás. Si ellos como seres superiores no saben qué quieren, ¿qué ejemplo vamos a seguir los demás? Una vez decidido que se van, han de ser sensatos, por algo gozan de un estatus prócer, y asumir que nos abandonan por voluntad propia sin que nadie les empuje a hacerlo, y que por tanto lo harán con una simple maletita de enseres personales, y no con lo que les plazca, que nosotros tenemos que seguir con nuestras vidas. Como quiera que son dioses y que se van porque se sienten mejor sin nosotros, porque pudiéramos serle una carga y por qué no decirlo, porque les da la soberana, que no real, gana, que hoy no tenemos por qué aguantar a nadie, sepan los “diositos” que el mundo sigue girando sin ellos y que está lleneciiiitos de ateos, agnósticos y otras categorías en las que no vamos a entrar, porque “¿pa qué?”. Y permítanme esta licencia gramatical pero es que a veces, la diosa que llevo dentro no entiende que tal vez, y sólo tal vez ella solita, me dé Más castigo del que yo como ser inferior le doy a ella, que los dioses están para protegernos, preservarnos, incluso mantenernos, y no para dar saltitos al vacío.

Que con tantos dioses, ahora fuera, ahora dentro… ¡¡¡estoy que me llevan los demonios!!!


Siempre vuestra, 
La Abadesa.

Por una burla fatídica del destino he terminado viviendo entre conventos, yo que siempre soñé con una cabaña en el bosque lejos de todo lo terrenal… y lo divino. Aunque, y todo hay que decirlo, me consuela pensar, que no saber (los matices de certeza en estos tiempos lo son todo) que algún día tendré el mío propio. Yo que pago religiosamente las mensualidades marcadas por la tiránica entidad bancaria que me concedió la hipoteca, aún cuando hay meses que se eternizan en el calendario, y a pesar de que los conventos de ahora no son los de antes. Lejos quedan esos gruesos muros que te cobijaban del frío y te refrescaban del calor, que hacían las veces tanto de escudos, como de sepulcros. Las paredes hoy son de cartón piedra, pero la pagamos a precio de oro, cortesía de una burbuja inmobiliaria que se dice estalló en las narices de quienes ni saben, ni tienen. Ahora aguantamos estoicamente la calor asfixiante de agosto, la humedad y el frío que rezuma llegado el invierno; y sobre todo, no menospreciando las inclemencias de la climatología, llevamos a cuesta la cruz que suponen los cantares vecinales, ese ruido indecoroso de la cisterna, y tantos otros sonidos fatales para la supuesta calma monacal. ¡¡¡Ainss, Santa Madonna!!! A lo que hemos llegado…

Pero a lo que vamos, la vida entre conventos a veces se inunda de una aparejada y manida soledad, otras tantas se llenan de conspiraciones e intrigas, más propia de otras instituciones con más realengo que de un simple convento, pero créanme que haberlas, haylas.

Por todo ello, por esa necesidad imperiosa de compartir clausuras y trovas bajo la ducha, por romper el silencio que se torna pesado cuando resulta impuesto, porque MI convento aunque no lo crean, es y será NUESTRO.

Hoy abro una ventana al mundo, para que se aireen las calinas, las venturas y desventuras de quien por naturaleza es fiel sirviente, que no sirvienta; esperando de aquél todo lo que el género humano dé de sí.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.